miércoles, 11 de mayo de 2011

Dejar atrás la niñez


Solía venir del colegio mirando el cielo. Uno que otro tropiezo valían la pena. Valía la pena ver aquellas inmensas blancas y pomposas nubes, que corrían como compitiendo con el viento. Deformes imitaciones de siluetas. Me parecía ver de todo en ellas, desde caras sonriendo, dibujos animados, frutas, todo lo que pudiese imaginar.
Me sentaba en algún cimiento seco a descansar. Mirando la punta de mis zapatos escolares embarrados. Pues con la vista en el cielo, no era capaz de evitar las pozas de agua y menos el lodo. Acaricio mi cabello algo pegoteado, debido al agua que hice caer sobre mi, remeciendo los arboles del camino.
Huele a humedad, pues ayer llovió. Camino con botas y un largo abrigo. Las nubes siguen allí, como cuando era pequeña. Solo que ahora no les veo cara alguna. Ya no hay frutas, ni dibujos animados en ellas. Parece que el viento las ha deformado demasiado.
Veo el puente que me llevará a casa. La madera de aquel puente se ve oscura, húmeda y con algo de barro .
Llego a casa y me siento en la entrada para sacarme las botas. Suelo mantener el piso limpio, por lo que entrar así, arruinaría el brillo de él. Pero con gran sorpresa observo mis botas limpias, como si nunca allí hubiese habido invierno. Cuidadosamente toco mi cabello, esperando encontrar aquella humedad pegajosa, pero a cambio lo encuentro seco y sedoso como siempre.

Si no hay barro en mis botas, ni humedad en mi pelo, es porque los años me han hecho más cuidadosa al caminar. He aprendido a no pisar las pozas de agua ni el barro, a cambio de dejar de ver aquellas increíbles imágenes pomposas en el cielo.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Mi ciudad


Así me gusta este lugar, con los ancianos jubilados sentados en las plazas dando de comer aquellos alados animales. Con los perros ladrando a los ciclistas luego de haber dormido siesta tirados en la sombra.

Con aquella dueña de casa que aprovecha de barrer la calle junto a sus vecinas, comentando las últimas intimas noticias de aquella señora que vive a más cuadras y que quizás no les agrada tanto.

Con los niños que vienen de la escuela, caminando por la orilla de la calle, con la mochila puesta, y la casaca amarrada a ella a medio arrastrar por el pavimento. Sus zapatos sucios, llenos de tierra, evidenciando la “pichanga” que jugaron en la cancha del colegio.

Se huele desde la plaza el aroma a pan que sale de la panadería por la tardes. Marraquetas calientes y crujientes listas para ponerles mantequilla y acompañar el té.

Se escuchan los gritos y llanterías de aquellos menores de cuatro años, que aún no van al jardín y que acompañan a mamá al pan solo para pedir su golosina diaria. Y que al no ser consentidos revientan en gritos, tirándose y pataleando en el suelo.

Cuanto adoro este lugar, cuando llega el otoño y las hojas de los arboles caen en la vereda como alfombre sonora. Alertando del paso de algún transeúnte.

Y luego el invierno, con aquella lluvia que empapa cuanto se le cruza por delante. Dibujando pozas en la acera especiales para darse cuenta que tan niños seguimos siendo. Llevándose consigo los recuerdos de un ayer y limpiando el camino para un mañana.